La atracción
olorosa que me provocaba aquel hombre de aspecto recio y esquivo era irracional y espontánea. El olor de
aquellas gotas de sudor desertando a
paso ligero pero firme por su frente llegaron a mi nariz como machetes afilados a una pieza
de carne virgen y mi piel fue sacudida como una alfombra levantando un polvo
inesperado.
El azote de su
aliento en mi boca produjeron arcadas placenteras
que hicieron atornillar mi lengua a la suya buscando una bisagra en su cuerpo
para no caer. Sus manos grandes y abruptas desprendían olor a brea y barniz con las cuales pincelaba mis
pechos en formas de círculos infinitos, los mismos con los que mi cabeza jugaba.
Me inclinó sobre la
máquina cepilladora a la que me aferre fuertemente para no perder la compostura,
intuí la puesta en marcha del taladro y entre
aquel tufo a disolventes y colas creamos el aroma más natural.
Cada tarde regreso
a su carpintería para embotellar una pequeña dosis de nuestro perfume al que hemos denominado “Marca
Blanca”.
Glosagon.